Nací en 1979, en Catalunya, España, en una familia de clase obrera. De las que ahora, entre el orgullo y el miedo, se hacen llamar clase media. Crecí entre televisores de tubo, huelgas generales y veranos sin aire acondicionado. Mis padres trabajaban mucho, hablaban poco, y cuando lo hacían, era para enseñarme a “portarme bien”, a “no molestar”, a “no ser un estorbo”.

No fui hijo único. Fui el tercero, con una diferencia de diez años con el segundo. Así que fue peor que criarse solo: fue crecer sintiéndome un añadido, una molestia, una carga. Desde pequeño aprendí a no pedir, a no interrumpir, a observar “desde la distancia”. Como si no bastara con existir, como si siempre tuviera que demostrar que merecía estar ahí.

En esa España de los 80 y 90, mientras en otros países la inmigración venía del exterior, aquí era interior: aún se arrastraban las consecuencias del gran éxodo rural iniciado en los años 50 y 60. Familias enteras se trasladaban de Andalucía, Galicia o Extremadura a Cataluña, Euskadi o Madrid en busca de trabajo y dignidad. Pero no era solo una mudanza laboral, era un choque cultural. Se hablaban otras lenguas, se vivían otras costumbres, y muchas veces, los recién llegados eran vistos con recelo. La desigualdad entre regiones era profunda, y la convivencia no siempre fue fácil. Aquellos que, como mis padres, migraron dentro del mismo país, también vivieron el desarraigo, la adaptación forzada y la sensación de ser forasteros en su propia tierra.

Crecí en una época donde la contracultura aún olía a pólvora, a vinilo, a tinta de fanzine recién impreso. A finales de los setenta y principios de los ochenta, lo contracultural no era una pose ni una etiqueta de marketing: era una respuesta visceral a un sistema que parecía inmóvil. En América Latina, en plena dictadura o postdictadura, ser contracultural podía costarte la vida. En Europa, el punk estallaba como una bofetada al desencanto de una juventud que no quería seguir el guion de sus padres. En Estados Unidos, el hip hop empezaba a articular una voz colectiva nacida en los márgenes más castigados. Todo tenía un sentido: la música, la estética, el lenguaje, el cuerpo, todo era una forma de decir “no” al orden establecido.

Eran tiempos duros, sí, pero también fértiles. El enemigo era reconocible: el Estado autoritario, el capital salvaje, la represión policial, el patriarcado sin maquillaje. Las ideas circulaban de mano en mano, copiadas, dobladas, dichas al oído. No había algoritmos seleccionando tu rebeldía. Lo subversivo no se vendía en tiendas. Y eso, aunque parezca una obviedad, marcaba la diferencia: nadie te servía la disidencia en bandeja. Había que buscarla. Había que vivirla.

A finales de los 90, en plena adolescencia, como muchos jóvenes a esa edad, buscábamos sentido más allá del paradigma familiar y social. Lo que nos decían que debía ser una vida “normal” no nos alcanzaba. Muchos ya cargábamos con una buena mochila de dolor, dudas y decepción, aunque apenas sabíamos cómo nombrarlo. El sistema no nos había destruido, pero tampoco nos había ofrecido nada real. Y eso dolía.

“Soy de esa generación que ya nació sin fe, que vivimos enfadaos y no sabemos por qué.” — ToteKing, "Conspiración"

Una frase que no solo nos retrata, sino que nos explica. Una rabia sorda, sin dirección, pero profundamente verdadera. Una mezcla de frustración y conciencia embrionaria, que nos hizo buscar respuestas en la música, en la calle, en los libros, en cualquier lugar donde no sonara la misma cantinela de siempre.

Casualmente, en los 80, con el auge de la contracultura a nivel mundial, hubo otra explosión que se volvió endémica, sobre todo dentro de esos mismos circuitos: las drogas duras. Se mezclaron en un cóctel impredecible de emociones negativas y positivas tan potentes que le hizo el trabajo sucio al sistema, llevándose por delante a muchos disidentes que soñaban con un mundo mejor.

Para el año 2000, yo ya abrazaba la cultura del hip hop como quien se aferra a un salvavidas tras días a la deriva. En la música, sobre todo, encontré un oasis en medio del desierto. Como el agua, apaciguaba mis dudas, mis emociones, y me conectaba con algo. Con un nosotros que hasta ese momento no había conocido.

Como yo, muchos otros abrazaron este y otros movimientos contraculturales durante esas dos décadas, los 80 y los 90. Era tal el descontento y la desconexión que esos movimientos “minoritarios” se fueron transformando en populares. Y lo que nació de la simple pasión y la supervivencia, se transformó en rentable.

El grunge, el hip hop, el heavy metal... todos eran lenguajes nuevos, incómodos, intensos. Pero a medida que ganaban espacio, se convirtieron en mercancía. Las portadas de discos eran diseñadas para vender rebeldía, no para vivirla. La televisión, la industria del entretenimiento y, más tarde, internet, absorbieron los símbolos de la contracultura y los vendieron empaquetados.

Amy Winehouse representó el dolor puro mercantilizado hasta su muerte. Sin tener implicaciones contraculturales explícitas, fue la máxima expresión de ese dolor y sinsentido de una generación. Su vida y su muerte se convirtieron en espectáculo, en producto.

Tupac Shakur, en cambio, encarnaba algo más peligroso: una voz que trascendía lo musical. Era la síntesis de rabia, conciencia política y talento. Por eso fue silenciado. Kurt Cobain fue un tercer vértice en esa tríada: un poeta existencial que eligió inmolarse antes que convertirse en su propio enemigo. La trinidad de Tupac, Kurt y Amy podría representar tres maneras de gestionar los conflictos que genera el sistema a una persona con ideales que lo trascienden.

Curiosamente, en el metal no encontramos una figura que encaje del todo en esa tríada trágica. Y quizá eso diga más del metal que de sus protagonistas. Porque aunque fue —y sigue siendo— una de las formas más intensas de rebeldía sonora y estética, el metal molestaba menos al sistema. Su disidencia era más existencial que política, más filosófica que estructural. No era un movimiento que buscara cambiar el mundo, sino gritar contra él. Desahogo antes que transformación. Tal vez por eso sobrevivió más intacto, menos fagocitado por el mercado. O tal vez por eso nunca fue tomado en serio por quienes escriben las narrativas del poder. Sí hubo muertes, excesos, tragedias. Pero no hubo mártires mediáticos ni discursos colectivos que el sistema necesitara silenciar o reconfigurar. El metal resistió en los márgenes… y ahí se quedó.

Y quizá en esos márgenes esté la salvación. El mundo tal como lo conocíamos a lo mejor sí que se terminó en 2012. La tecnología y el nuevo lenguaje social y político no dejan mucho espacio a una contracultura real. Y las experiencias pasadas nos demuestran que el sistema siempre gana cuando juegas a su juego. Pero en esos márgenes hay espacio para construir hacia afuera, no con intención de huir ni confrontar, sino de crear alternativas honestas y sanas que den lugar a nuevas generaciones preparadas para dominar y enfrentar los retos que se nos presentan.

Si este contenido te ha hecho pensar, compártelo.
No hay algoritmo mejor que una recomendación sincera.

URBAWAKE no se sostiene con anuncios ni patrocinadores. Lo hace gracias a personas que creen que otra forma de contar —y de entender— el mundo es posible.

🔁 Reenvía este correo.
📢 Cita el artículo.
💬 O simplemente, habla de esto con alguien.

A veces, la chispa que necesitamos no viene de una verdad nueva, sino de una conversación pendiente.


(Publicado por URBAWAKE – urbawake.com)