Introducción

Vivimos en una época en la que el capital no solo organiza fábricas y mercados, sino que penetra también en nuestras ideas, deseos y vínculos más íntimos. A veces parece que ya no pensamos fuera de él, sino que es él quien piensa en nosotros. ¿Somos sujetos frente al capital o sujetos del capital?
Esta reflexión busca explorar la dimensión subjetiva del capitalismo desde lo vivido: la interiorización de sus valores, su expansión como forma de existencia, su circulación en el lenguaje, en los cuerpos y en nuestra noción de humanidad. Y preguntarnos: ¿somos reproductores de su lógica, cómplices de su avance o el residuo que deja a su paso?
La imagen central es inquietante: el capital como sujeto con voluntad y autonomía, capaz de usar a los humanos para perpetuarse. ¿Cómo se produce esta inversión, en la que el humano pasa a ser medio y el capital fin?

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Photo by Antonio Groß / Unsplash

El excedente como umbral


La palabra “capital” proviene del latín caput —cabeza— y en su origen designaba la cabeza de ganado. Esa imagen sencilla encierra dos ideas potentes: contar y acumular.
Durante siglos, la humanidad produjo lo justo para subsistir. Con la cría de animales, la agricultura, los oficios especializados y la mejora de los caminos apareció algo nuevo: el excedente. Producir más de lo necesario abrió la puerta al intercambio, primero directo —grano por herramientas, pieles por sal— y luego mediante un bien escaso aceptado por todos como equivalente.
Ahí germina la lógica del capital: producir no solo para vivir, sino para tener más. Y así comenzó un ciclo que persiste hasta hoy:
Producir más de lo necesario.
Convertir lo necesario en mercancía.
Desear acumular por acumular.
Mantener vivo ese deseo para sostener el sistema.
Es un ciclo circular: el excedente alimenta el deseo, el deseo sostiene el mercado y el mercado exige más excedente. En ese engranaje, los medios para vivir se subordinan a los fines del capital. No es hambre ni sueño: es el deseo de poseer por poseer, aunque no se use ni sirva.
Ese impulso abrió la puerta a un salto mayor: la creación de un símbolo capaz de contener y multiplicar el valor sin estar ligado directamente a la cosa que representa.

Simbolizando el valor


En este trayecto aparece un invento decisivo: la moneda. Antes, el valor estaba en el propio objeto: en su utilidad o en su escasez. Con la moneda, el valor se desprende del objeto y se proyecta en algo externo, pequeño y duradero.
Una moneda no abriga ni alimenta, pero se acumula sin límite, sin pudrirse ni romperse. Es promesa pura, sostenida por el acuerdo colectivo de que vale. El símbolo se impone al uso, y el valor se separa de las necesidades humanas.
Este cambio transforma el intercambio y prepara el terreno para una lógica en la que el valor, ya desligado de la vida, pueda reproducirse por sí mismo, abriendo paso a un sistema que no depende de lo vivo para multiplicarse.

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Photo by David Suarez / Unsplash

Reproducción e inmortalidad


Aquí sucede algo decisivo: la lógica de la vida —nacer, crecer, reproducirse, morir— se altera. El capital, que empezó como medio para sostener la vida, aprende a reproducirse sin depender de lo vivo. Su meta ya no es servir, sino multiplicarse sin fin.
Y nosotros cambiamos con él. Lo que antes obedecía a ciclos vitales ahora gira en torno a otro fin: tener más. No para vivir mejor, sino para seguir “en el juego”. La cultura del tener se instala por encima del ser.
El capital necesita crecer para no morir. Nosotros, atrapados en su lógica, medimos nuestra valía por lo acumulado: desde los ceros de la cuenta bancaria hasta el tamaño de la casa, el modelo de coche o la marca que vestimos. En su fase más avanzada, incluso nos acumula a nosotros: nuestras horas, datos y lealtades. Como en Matrix, nos convierte en baterías que lo alimentan.

La promesa


Para consolidar esta relación —en la que hemos adoptado la lógica de crecimiento infinito del capital hasta ser sus unidades de producción y reproducción— hay que advertir el compromiso alcanzado. La fórmula “si te capitalizas entonces, y no antes, podrás ser libre, pleno, feliz…” oculta algo esencial: el sujeto de esa promesa no es el individuo, sino el sistema mismo. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿En qué momento libertad, verdad o plenitud quedaron supeditadas al dinero?
Tan arraigada está esa promesa —falsa pero difícil de cuestionar— que dudar de ella parece un acto de enajenación. Siglos de contabilidad nos han entrenado para ver cualquier duda como fracaso, cualquier límite como debilidad, cualquier pausa como amenaza. El tabú es tan sólido que parece que nuestra existencia dependa de no traspasarlo nunca. Invito aquí mismo a la lectora o lector a atreverse a cruzar mentalmente esa barrera y ver qué hay al otro lado.
Hemos interiorizado tan profundamente los valores del capital que se confunden con los nuestros. La pregunta “¿quién soy?” se ha cambiado por “¿cuánto tengo?”, “¿cuánto valgo?”, “¿cuánto estoy dispuestx a dar para tener más?”.
Pero tener, entendido como posesión, no es una cualidad primigenia del ser humano, sino del capital. Si respondemos sinceramente, basándonos en nuestras vidas —que empiezan aprendiendo a producir sin protestar y acaban con un testamento— la respuesta a esa última pregunta suele ser TODO.
¿Y a cambio? El tiempo que no vuelve. El silencio fértil. El contacto sin propósito. La observación profunda. El descubrimiento de unx mismo. La vida no contabilizada y la experiencia de habitarla hasta el último día.

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Photo by Jason Leung / Unsplash

Del tener al ser


No hay respuestas fáciles a la reconversión que planteo aquí. No porque sean complejas, sino porque nunca hemos cruzado ese límite. Se dibuja con abstracción en nuestra mente. Quizás, la primera vez que nos asomamos a ese abismo, lo que sentimos no es liberación sino vértigo. Posiblemente, si uno se acerca con determinación, encuentre miedo, angustia o sensación de muerte, y huya a la rutina, donde paradójicamente hallamos seguridad.
Quizás tú, que lees esto, has valorado salir del sistema. Apuesto a que en esa valoración mediaba el capital: acumular lo suficiente para no depender de él, liberarte “por arriba”. Esto siempre se proyecta como algo para “más adelante”, cuando hayas entregado suficiente tiempo, cuando te hayas sacrificado a sus demandas… entonces llegará tu hora. ¿Me equivoco?
Te invito a pensar en esto y llegar tan profundo como quieras o puedas. ¿Cuándo fue la última vez que tomaste una decisión que no respondiera a un valor del capital? Producir, consumir, adquirir, poseer, mejorar, resolver, lograr, reproducir, contabilizar… Contabilizar aquellas cabezas sin cuerpo, enajenadas de su naturaleza, cuya nueva “vida” residía en ser poseídas.
No hay una respuesta colectiva posible. La homogeneidad gusta al capital, pero no a la naturaleza, donde cada ser es extraordinariamente particular. Esta aventura se hace a solas. Hoy propongo tres:
Quedar abiertos a estas u otras preguntas sin exprimirlas ni exigirles nada; dejar que lleguen las respuestas, si acaso llegan.
Aprender a detenerse. Sentir qué ocurre si decides, durante unos minutos, no hacer nada (ninguna pantalla, ni para hacer la lista mental de la compra; solo observar).
Tirar de un hilo que te sea propio, realmente propio, y seguirlo.


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