El mito del patriarcado eterno
La historia desmiente la idea de un patriarcado universal y eterno. Lo que llamamos patriarcado es, en realidad, una tecnología de poder flexible que los distintos sistemas de dominación han reciclado, exportado y disfrazado según les fue conviniendo a lo largo de la historia y de modos diferentes.
Nos han hecho creer que el patriarcado ha existido siempre. Que es natural, inevitable, eterno. Ese relato no es inocente: es una estrategia de los sistemas de poder para imponer una jerarquía que se presenta como incuestionable. Si lo asumimos como verdad, se instala la resignación. ¿Cómo vas a luchar contra algo que supuestamente acompaña a la humanidad desde el origen de los tiempos?
El patriarcado no es la victoria de un sexo sobre otro, sino un modelo jerárquico de dominación que ha otorgado privilegios históricos a los varones a costa de la subordinación sistemática de las mujeres. Invisibilizar esa jerarquía es negar la experiencia y el sufrimiento de generaciones enteras.
Pero la historia matiza ese relato. El Antiguo Egipto, por ejemplo, contemplaba derechos para las mujeres como heredar, divorciarse o administrar propiedades. Faraonas como Hatshepsut y Cleopatra ejercieron poder real, aunque como parte de una élite con privilegios de clase. En otras culturas, lo femenino fue principio cósmico: Isis, Inanna, Artemisa. En sociedades matrilineales como la de los mosuo en China, la descendencia se trazaba por línea materna. En África, la reina Nzinga resistió a los colonizadores europeos en el siglo XVII. En Japón hubo mujeres samurái y en el mundo vikingo se han hallado tumbas de guerreras con rango militar.
Estos casos no niegan la existencia del patriarcado, pero sí muestran que su forma no ha sido siempre la misma, ni su dominio absoluto. El patriarcado ha sido una tecnología de poder adaptable, que los sistemas han usado según sus intereses, sin que eso borre el privilegio estructural masculino ni la violencia de género sostenida en el tiempo.
El riesgo de anacronismo
El concepto moderno de patriarcado nace entre los siglos XIX y XX para describir estructuras sociales basadas en la supremacía masculina. Aplicarlo hacia atrás puede ser útil, pero también exige cuidado.
En Egipto había desigualdades de género, sí, pero coexistían con mujeres con derechos legales. En Roma y Grecia, la subordinación femenina era mucho más rígida y encaja mejor con la definición moderna. En sociedades matrilineales como la de los Mosuo, directamente no aplica. Además, en gran parte de la historia, las divisiones más determinantes fueron también de estatus: libres frente a esclavos, nobles frente a plebeyos, élites frente a castas bajas.
Pero estas jerarquías de clase no eliminan el patriarcado: se entrecruzan con él. Una mujer de clase alta podía tener poder sobre un hombre pobre, pero el sistema seguía construyendo lo masculino como dominante. La opresión de género ha convivido históricamente con otras formas de dominación, sin ser anulada por ellas.
Religión y jerarquía: la espiritualidad como herramienta de poder
La idea de un "patriarcado universal" suele estar anclada en una lectura eurocéntrica que proyecta la experiencia europea a toda la humanidad. Sin embargo, la subordinación femenina ha sido promovida por distintos sistemas religiosos jerarquizados en diversas culturas.
En muchas cosmovisiones ancestrales, lo femenino tenía un papel central en la espiritualidad. Diosas, chamanas, sabias, madres fundacionales o figuras mitológicas femeninas eran parte del equilibrio simbólico del mundo. Lo espiritual, lo familiar y lo social no estaban escindidos: formaban un entramado armónico donde las mujeres sostenían parte fundamental del orden simbólico y comunitario.
Con la jerarquización de la espiritualidad y la institucionalización de las creencias —lo que hoy llamamos religiones organizadas— este equilibrio se rompió. La figura masculina del sacerdote, del dogma, del templo centralizado y la verdad única sustituyó a los vínculos comunitarios, los rituales compartidos y las múltiples voces.
En ese proceso, lo femenino fue desplazado o subordinado: de diosa a virgen, de chamana a bruja, de guía espiritual a propiedad moral. La religión pasó a ser una herramienta más de las estructuras patriarcales para legitimar el control sobre el cuerpo, la sexualidad y el rol social de la mujer.
Aunque cada religión ha articulado esto de formas distintas —ya sea el cristianismo, el islam, el hinduismo, el confucianismo o los sistemas religiosos de Asia y África— el patrón se repite: la institucionalización de lo espiritual ha acompañado la consolidación de jerarquías de género. Lo femenino dejó de ser principio creador para convertirse en objeto de regulación moral. En muchas culturas, figuras como Isis en Egipto, las sacerdotisas minoicas o las chamanas de Eurasia representaban esa conexión entre lo femenino y lo sagrado antes de ser desplazadas por figuras masculinas institucionalizadas. El vínculo espiritual con la vida, la fertilidad y la comunidad fue reemplazado por una visión jerárquica que subordinó lo sagrado femenino a estructuras dogmáticas controladas por lo masculino. Así, la espiritualidad dejó de ser un espacio compartido para convertirse en una herramienta de control simbólico sobre las mujeres.
Antes del patriarcado: un equilibrio por supervivencia
En las comunidades cazadoras-recolectoras y en muchas sociedades agrícolas tempranas, las diferencias entre hombres y mujeres no estaban pensadas para sostener una jerarquía, sino para garantizar la supervivencia del grupo. El parentesco y la comunidad eran los núcleos de cohesión y sustento.
Las mujeres sostenían funciones centrales: reproducción, crianza, transmisión de saberes, cultura alimentaria, espiritualidad. Los hombres participaban en tareas físicas como la caza o la defensa. Esta división no implicaba necesariamente subordinación, sino una forma de organización complementaria orientada a la supervivencia del grupo.
En este contexto, el peso simbólico, social y espiritual de las mujeres era significativamente mayor que en las sociedades jerarquizadas posteriores. Lo familiar, lo ritual y lo colectivo estaban profundamente entrelazados, y la mujer era el eje de muchos de esos vínculos. No existía una separación tajante entre lo privado y lo público como en los modelos patriarcales modernos; lo femenino formaba parte de lo sagrado, de lo político y de lo social sin necesidad de un título o propiedad.
En muchas de estas sociedades, lo femenino no era subordinado: era fundamento. Estos ejemplos no representan igualdades plenas, pero sí muestran que la jerarquía de género no fue siempre una estructura totalizante. Podemos ver reflejos de ello no solo en Eurasia y África, sino también en algunas culturas precolombinas como los iroqueses en América del Norte, donde las mujeres ejercían un papel central en las decisiones del clan y en la vida espiritual. La conexión con la fertilidad, la vida, el ciclo, y la transmisión oral de saberes comunitarios otorgaba a las mujeres un poder real, aunque no fuera capital ni institucional. Esa armonía entre funciones, sin una clara jerarquía vertical, es lo que permite hablar de un equilibrio por supervivencia, más que de una dominación estructurada. Aunque este modelo fue predominante en muchas comunidades, también pudieron existir excepciones o tensiones internas que no deben idealizarse ni generalizarse sin matices.
Sin embargo, esta lógica comenzó a cambiar de forma gradual. Con el desarrollo de la agricultura, el sedentarismo y el surgimiento de excedentes materiales, emergieron nuevas dinámicas de acumulación, herencia y control del territorio. La aparición de estructuras jerárquicas complejas, como jefaturas o Estados tempranos, relegó progresivamente el rol de las mujeres dentro del tejido comunitario, desplazándolas hacia esferas menos visibles del nuevo orden social.
Los hombres, desvinculados directamente de la crianza y con una fuerza física que fue funcionalizada por las nuevas estructuras, pasaron a ocupar roles que el sistema podía capitalizar más fácilmente. Se convirtieron en fuerza de trabajo disponible para tareas capitalizables y, con el tiempo, también en figuras reconocidas dentro de las nuevas estructuras de poder. Mientras tanto, las mujeres continuaron encargándose de lo familiar: una esfera vital, pero mucho más difícil de capitalizar. Esta separación se acentuó aún más cuando el desarrollo del sistema exigió no solo fuerza física, sino también fuerza mental, incorporando a las mujeres al trabajo productivo sin soltarles la carga del cuidado y la crianza.
Fue entonces cuando los sistemas de poder empezaron a generar discursos que desvalorizaban las tareas femeninas para convertirlas en fuerza de mercado. La cocina, por ejemplo, fue reducida a "tarea doméstica sin valor" y reemplazada por comida procesada. Lo mismo ocurrió con los cuidados o la crianza, externalizados en servicios precarios. Lo que antes era fuente de poder comunitario pasó a ser mercancía capitalizable.
Una prisión con jerarquía de castigos
El patriarcado limita la libertad de todos, pero no de forma igual. Las mujeres han sufrido durante siglos confinamiento, invisibilidad política, dependencia económica y violencia estructural. En muchas culturas marcadas por religiones institucionalizadas, las mujeres no podían administrar bienes ni decidir sobre su vida sin permiso masculino. Este patrón se repitió en diversos contextos históricos donde la subordinación femenina fue legitimada tanto por normas legales como por discursos morales y espirituales. Eran ángeles del hogar o sospechosas de brujería.
Los hombres, por su parte, fueron convertidos en proveedores, soldados, cuerpos descartables. En Esparta debían morir en combate. En Roma eran carne de cañón para el imperio. En la Primera Guerra Mundial, millones murieron por el mandato de honor viril.
Ambos sexos sufren los efectos de los roles de género, pero con jerarquías claras: el patriarcado impone más brutalmente a las mujeres la carga de la subordinación. No se trata de negar el sufrimiento masculino, sino de reconocer que el privilegio de género ha sido históricamente masculino. Que el patriarcado también dañe a los hombres no lo convierte en un sistema neutral. Es una jerarquía que castiga a quienes no cumplen su rol, pero que privilegia estructuralmente a los varones.
La jaula tiene dos caras: a unas les robó espacios y derechos; a otros, la posibilidad de vulnerabilidad. Y a ambos les despojó de la autonomía colectiva que alguna vez ofrecieron las comunidades. Hoy, vivimos como individuos aislados, dependientes de un orden que nos maltrata mientras promete protección.
Frente a ello, el feminismo que cuestiona el sistema —no solo el género— sigue siendo una de las herramientas más radicales de transformación.
La cooptación del feminismo: cuando la jaula cambia de nombre
Hoy la trampa se repite con otro disfraz: lo que algunos llaman feminismo neoliberal. Mujeres en cargos de poder que reproducen la misma lógica de explotación. Gobiernos que hablan de igualdad mientras aplican políticas que precarizan aún más a la base social. Campañas que convierten el feminismo en producto de consumo.
Y aquí surge otro riesgo: confundir justicia con revancha. No se trata de invertir la pirámide, sino de derribarla. Nos hicieron creer que el patriarcado era eterno. Pero lo que es eterno no necesita disfraz. Si la lucha se reduce a un enfrentamiento de géneros, el poder real —económico, político, simbólico— sigue intacto.
Desmontar la jaula
El patriarcado no es eterno ni natural. No es una guerra entre hombres y mujeres, es una herramienta histórica de los sistemas de privilegio. Pero esa herramienta ha tenido un eje constante: la subordinación de las mujeres. Y mientras no se cuestione esa arquitectura, nada cambia.
Cambiar de carcelero no es liberación. Cambiar de uniforme no es justicia. La verdadera transformación no es subir a la cima de la pirámide, sino derribar la pirámide entera.
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