Del shock puntual al shock permanente: cómo el capital nos domesticó con progreso y máquinas
Del shock de Naomi Klein al shock permanente: capitalismo neoliberal, crisis sin fin y la crítica cínica como coartada. Una invitación a transformar la incomodidad en resistencia.


No vivimos una crisis tras otra: vivimos en la crisis como hábitat.
El golpe ya no interrumpe la normalidad: la ha devorado.
Naomi Klein y la Doctrina del shock neoliberal
La Doctrina del shock, desarrollada por Naomi Klein en 2007, fue un mapa para entender el capitalismo neoliberal de finales del siglo XX y comienzos del XXI. Su tesis era simple y demoledora: las élites aprovechan las crisis para imponer medidas impopulares que, en circunstancias normales, serían rechazadas.
Golpes de Estado, catástrofes naturales, atentados o colapsos financieros funcionaban como laboratorios de reformas ultraliberales. Aturdida por el impacto, la gente aceptaba privatizaciones, recortes y ajustes con tal de recuperar una apariencia de estabilidad.
El método se probó en Chile tras el golpe de Pinochet en 1973, en Rusia con la “terapia de choque” de los noventa, en Irak después de la invasión de 2003, y hasta en Nueva Orleans tras el huracán Katrina. En todos los casos, el caos fue la oportunidad perfecta para desmontar lo público y abrir mercados a la rapiña corporativa.
Del impacto aislado al shock permanente
Casi veinte años después, el escenario ha mutado. Ya no dependemos de catástrofes excepcionales. El impacto dejó de ser la excepción: es el aire que respiramos. Hoy vivimos en un estado de sacudida continua, un flujo de crisis que se encadenan y mantienen a las sociedades en desorientación crónica.
Pandemia global, cambio climático, guerras, inflación y el vértigo tecnológico de la inteligencia artificial: cada conmoción se superpone a la anterior antes de que podamos procesarla. Lo que antes era un golpe aislado, hoy es el ritmo cotidiano de la vida contemporánea.
La diferencia es cualitativa. Antes, la irrupción de un desastre abría paso a medidas impopulares; ahora, habitamos en un ecosistema donde la crisis es la norma, amplificada por medios y algoritmos que convierten cada noticia en alarma.
Continuidad histórica de la explotación capitalista
Este shock permanente del capitalismo neoliberal no surge de la nada: prolonga una lógica histórica.
La narrativa del progreso nos hizo creer que transitamos de la esclavitud a la libertad, de la explotación brutal al trabajo digno, de la fábrica a la emancipación digital. Pero en realidad cada etapa ha sido una mutación calculada de la misma estructura de dominación.
El paso del esclavo al obrero industrial no fue emancipación plena, sino reconfiguración. El látigo cedió su lugar al reloj de fábrica, pero la extracción de valor siguió intacta. Hoy, el tránsito es del obrero clásico al subordinado digital: trabajadores fragmentados, precarizados, sustituidos por algoritmos o forzados a autoexplotarse bajo el disfraz del emprendimiento.
La supuesta liberación tecnológica convierte a muchos en piezas aún más vulnerables. La economía de plataformas promete flexibilidad, pero entrega inestabilidad. El teletrabajo ofrece comodidad, pero refuerza la vigilancia. La inteligencia artificial promete eficiencia, pero amenaza con expulsar a millones del mercado laboral. El “progreso” consolida una jerarquía donde unos pocos concentran beneficios y la mayoría se degrada a tercera clase.
Señales de alarma del shock permanente
Los síntomas están aquí y son visibles:
Pérdida de derechos en nombre de la seguridad
Las medidas de vigilancia y control adoptadas en emergencias —de atentados terroristas a pandemias— se vuelven permanentes.
Precarización laboral estructural
El empleo estable desaparece: contratos temporales, falsos autónomos, plataformas que cargan el riesgo al trabajador.
Recortes sociales normalizados
Nos repiten que no hay dinero para sanidad, educación o vivienda, mientras aumentan las transferencias a sectores estratégicos del capital.
Incremento desmedido del gasto militar
Inversiones gigantescas en armas y vigilancia bajo la excusa de amenazas externas, pero destinadas a reforzar control interno en sociedades polarizadas.
El estado de alarma constante no solo disciplina a través del miedo: también redistribuye recursos. Se recortan derechos y servicios a la mayoría, mientras se blindan intereses de élites políticas, tecnológicas y financieras.
Slavoj Žižek y la crítica cínica al capitalismo
Aquí entra Slavoj Žižek, que añade otra capa perversa al análisis. El shock no se sostiene solo por crisis externas, sino porque nosotros mismos lo alimentamos desde dentro.
Žižek señala que la culpa y la crítica cínica son motores del capitalismo contemporáneo. Sabemos que el sistema es corrupto, depredador, injusto. Lo criticamos, nos reímos de él, incluso nos sentimos culpables por participar. Pero esa conciencia no nos libera: se convierte en coartada para seguir consumiendo y reproduciendo lo mismo.
“La ideología funciona mejor cuando creemos estar por encima de ella.” – Slavoj Žižek
Pensamos que, por reconocer la manipulación, ya estamos fuera del juego. Pero seguimos dentro. Esa es la perversión: la crítica cómoda refuerza el sistema que aparenta cuestionar.
El conflicto entre Israel y Palestina es un ejemplo obsceno. Décadas de ocupación y violencia estructural se presentan como episodios aislados de “defensa propia”, mientras la narrativa israelí logra imponerse sobre la lógica de los hechos. La comunidad internacional se indigna, emite comunicados, pero permanece inmóvil. Ese cinismo global es la expresión política de lo que describe Žižek: todos saben lo que ocurre, todos lo critican, pero esa crítica sin acción real se convierte en parte del engranaje que lo sostiene.
Incomodidad como resistencia
Si la crítica cómoda es parte del engranaje, la salida no está en “saber más” o “denunciar mejor”. El reto es romper con la comodidad resignada que mantiene inmóvil a la mayoría. Esa comodidad se alimenta de la falta de alternativas, del miedo a perder lo poco que se tiene, de la parálisis de un presente que parece inamovible.
La incomodidad, entonces, no significa sacrificio heroico ni ascetismo, sino elegir salirse de la parálisis. Renunciar a lo conocido para abrir grietas nuevas. Puede tomar formas concretas:
- Reducir el consumo innecesario.
- Practicar el consumo de proximidad y las redes de apoyo mutuo.
- Escapar del ciclo dopamínico de las redes sociales.
- Recuperar prácticas lentas y colectivas que exigen esfuerzo real: huertos comunitarios, trueque, lectura larga, cooperación fuera de los algoritmos.
El gesto más radical no es la crítica, sino la práctica: construir alternativas pequeñas pero reales que rompan la anestesia. La incomodidad elegida puede ser más liberadora que la comodidad impuesta.
La crítica necesaria, aunque incómoda
Esto no significa abandonar la crítica desde dentro, sino hacerla consciente para no caer en la trampa del cinismo. Criticar el sistema mientras seguimos participando en él es inevitable: todos, en mayor o menor medida, somos hijos de nuestra época. O dicho de otro modo, hijos del neoliberalismo. Y renunciar a un padre nunca es tarea cómoda ni sencilla.
La clave está en no confundir la crítica con un fin en sí mismo, sino con un medio para abrir espacio a otras formas de vida. Una crítica que incomoda, que señala contradicciones y que no se esconde detrás del “no hay alternativa”. Porque escapar del shock permanente requiere también usar las grietas del propio lenguaje del sistema para vislumbrar caminos diferentes.
Conclusión: del shock permanente a la resistencia
La Doctrina del shock, heredera del capitalismo neoliberal, ya no opera como estrategia puntual: se ha convertido en el tejido de la vida contemporánea. Crisis concatenadas, manipulación mediática, precarización y militarización han consolidado un estado de conmoción permanente que disciplina a la sociedad.
La historia muestra que el capital nunca liberó a la mayoría: solo cambió de máscara, del esclavo al obrero, del obrero al subordinado digital. Y lo más perverso es que, como advierte Slavoj Žižek, incluso nuestras críticas e ironías refuerzan el engranaje.
La pregunta es incómoda pero inevitable: ¿aceptaremos la anestesia como destino, o seremos capaces de transformar la incomodidad en semilla de lo común?
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