Más allá de los corruptos: lo que revela The Spider’s Web sobre nosotros
Vivimos rodeados de titulares, escándalos, comisiones de investigación y dimisiones que simulan un combate contra la corrupción. Pero rara vez nos atrevemos a formular la pregunta más incómoda:
❝¿Y si la corrupción no fuera una desviación del sistema, sino una de sus formas de funcionamiento más eficaces?❞
El relato del bien y el mal ya no sirve
El liberalismo clásico, nacido en la Ilustración, defendía la libertad individual como límite al poder absoluto del Estado y de la Iglesia. Más tarde, el liberalismo económico defendió también la propiedad privada, el libre mercado y la no intervención como garantías de esa libertad. Pero fue a partir de los años 70, tras la crisis del petróleo y el debilitamiento del modelo keynesiano, cuando esa idea evolucionó hacia lo que hoy conocemos como neoliberalismo: un sistema que convierte la competencia en principio rector de toda la vida social, y que considera el éxito económico como indicador moral.
Ese giro histórico —de la autonomía a la autovaloración por rentabilidad— es clave para entender por qué la corrupción no aparece como un error, sino como una adaptación lógica.
Para facilitar esa transición, más que combatir el sistema, este nuevo individualismo lo interiorizó. Hizo del éxito personal un juicio moral y convirtió la cooperación en debilidad. Lo que en otro tiempo fue impulso de libertad compartida, hoy se desfigura en competencia perpetua.
Alguien podría pensar que lo que muestra el documental es un problema británico, una anomalía histórica de su legado imperial. Pero basta con mirar los grandes flujos de capital, los tratados de libre comercio, los centros financieros en paraísos fiscales y las prácticas de evasión fiscal de las grandes multinacionales para entender que este no es un problema exclusivo del Reino Unido: es una lógica global.
La red offshore no tiene bandera. Y aunque el documental se centre en la herencia británica, lo que describe es una arquitectura de impunidad replicada —y sostenida— desde Washington hasta Luxemburgo, desde Zúrich hasta Panamá.
Corrupción: el síntoma, no la enfermedad
¿Y cómo afecta todo esto al ciudadano medio? De forma directa y cotidiana.
Cada euro que se desvía mediante ingeniería fiscal, cada patrimonio oculto en una estructura offshore, es dinero que no va a servicios públicos, a sanidad, a educación, a cuidados. El ciudadano medio no evade impuestos: los paga. Y paga también los efectos de una desigualdad creciente que se alimenta de ese desequilibrio estructural.
En España, por ejemplo, la reciente investigación por las “mordidas” en contratos públicos ha puesto en el foco a varios intermediarios políticos. Pero mientras se juzga a quienes cobraron, rara vez se señala a las empresas que ofrecieron las comisiones. Acciona —la presunta corruptora en este caso— apenas aparece en los titulares.
434 millones adjudicados en contratos públicos a empresas implicadas en la investigación. Bajo sospecha: 620.000 euros en presuntas mordidas.
El verdadero coste no está en lo que se roba. Está en lo que se normaliza.
Es un patrón global: los focos apuntan a los ejecutores menores, pero no a las estructuras empresariales que sostienen el sistema. Y el discurso oficial culpa al gasto social o a la falta de productividad, cuando buena parte del problema es que los que más tienen han encontrado cómo protegerse del compromiso colectivo.
En un sistema basado en la competitividad, la acumulación y el egoísmo estructural, la corrupción no es un fallo: es un atajo eficiente.
No aparece cuando alguien se desvía, sino cuando alguien juega mejor el juego.
Aquello que se penaliza públicamente se premia, en privado, con ascensos, contratos, influencia. Lo que llamamos corrupción cuando lo hace el otro, lo llamamos estrategia cuando lo hacemos nosotros.
Y así, el sistema no colapsa: se refuerza.
Una sociedad que ya pactó con el sistema
Resulta especialmente paradójico observar cómo sectores de la clase trabajadora o media adoptan discursos de derechas que, en la práctica, refuerzan las estructuras que los oprimen. Se indignan con las ayudas sociales mínimas, pero no con los miles de millones evadidos por quienes están en la cúspide.
Hablan de esfuerzo y mérito en un tablero donde los privilegios deciden antes de empezar a jugar.
Esta contradicción no es fruto de estupidez, sino de un relato cuidadosamente cultivado: el sueño de ascender, de ser algún día parte de los ganadores. Un relato que convierte en aspiracional aquello que los margina. Defender el sistema con la esperanza de que algún día te invite a su mesa.
La mayoría sabe, en el fondo, que el juego está amañado. Pero elige jugar igual. No por ignorancia, sino por supervivencia.
Así se instala una doble moral funcional:
- En el discurso: ética, legalidad, justicia.
- En la práctica: atajos, contactos, omisiones.
Como si odiar al rey fuera compatible con querer ocupar su trono.
¿Alguna vez has sentido que tu honestidad te deja fuera del juego? ¿Has tenido que justificar decisiones que sabes que favorecen al sistema que criticas? ¿Cuántas veces has escuchado a alguien decir 'yo también lo haría si pudiera'?
Es ahí donde empieza a morir lo colectivo. Y el sistema lo agradece: ciudadanos fragmentados, indignados pero resignados, son mucho más gestionables que una sociedad articulada desde la coherencia.
Entonces... ¿hay salida?
Antes de abordar posibles salidas, conviene reconocer un matiz de fondo que rara vez se menciona:
El individualismo feroz que domina nuestra época no nace de la nada. Podría entenderse como una deformación del impulso natural de autonomía, ese que empuja al individuo a sobrevivir, a desarrollarse, a encontrar sentido. Un impulso que, cuando es sano, va del "yo" al "nosotros", porque entiende que la interdependencia no es debilidad, sino fortaleza.
El problema es que el neoliberalismo ha vaciado ese trayecto. Ha mantenido el "yo", ha borrado el "nosotros", y ha puesto en su lugar un espejismo: la ilusión de que competir es colaborar, de que el éxito individual basta, de que lo colectivo es siempre una amenaza. Y en ese espejismo, la soledad se presenta como libertad, y el desengaño se vuelve norma.
1. Reconocer el sistema tal como es, sin autoengaños
Dejar de fingir. Dejar de jugar al teatro de las manzanas podridas. Entender que mientras premiemos el éxito desvinculado de la responsabilidad, la corrupción será norma.
2. Reapropiarnos del lenguaje y de la ética
No se trata de volver a una moral religiosa, sino de cuestionar los relatos que justifican lo injustificable. Decir "esto no está bien" aunque sea legal. Decir "esto no es justo" aunque sea rentable.
3. Construir nuevas formas de relación social
En pequeño, fuera del foco, ya hay comunidades, redes, proyectos que no operan según la lógica del más fuerte. Gente que desobedece sin ruido. Que construye sin pedir permiso. Que deja de colaborar con lo que sabe que está roto.
No se trata de salvar el mundo. Se trata de dejar de reforzar, cada día, el que lo devora.
Una invitación final
The Spider’s Web no ofrece consuelo. Pero sí claridad. Y en tiempos como estos, ver con lucidez es el primer acto de resistencia.
🎬 Recomendación URBAWAKE: The Spider’s Web
Un documental pausado, sobrio y sin adornos. Va al fondo, no al espectáculo. Míralo si quieres entender cómo opera el poder sin frases incendiarias ni música de suspense. No es perfecto, pero sí incómodo. Y eso lo hace valioso.
Si aún crees que los corruptos son la excepción, míralo. Y si ya no lo crees, también. Porque mientras sigamos hablando de corrupción como si fuera una anomalía, seguiremos atrapados en el juego.
Y el problema no es solo que el juego esté amañado. Es que ha sido diseñado para funcionar así desde el principio.
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DOCUMENTAL COMPLETO
(Publicado por URBAWAKE – urbawake.com)
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